LA CHICA EN EL PUENTE
La
chica miró la oscura profundidad que se extendía ante ella.
Impenetrable.
Eterna.
Tétrica.
No
podía más. Había jugado con fuego y se había quemado. Las puertas estaban
abiertas, y ahora no era capaz de cerrarlas.
Tenía
miedo, mucho miedo.
Pero
no de la muerte.
Tenía
miedo a seguir viva y de que aquello
la encontrara, que la atrapara como la araña a una mosca en su tela,
absorbiéndola en la espiral de horror y miedo que desataba a su paso.
Todo
había comenzado como un juego, como otras tantas veces antes. Un grupo que se
reunía una noche de viernes para comer y fumar algo de hierba, y terminar con
el juego de la tabla como un divertimento más de noche de arranque de fin de
semana.
Claro
que ella sabía perfectamente que no era así.
Había
tenido sueños. Había tenido experiencias. Tenía la sensibilidad, y lo sabía. Se
informó con cuanto material pudo, investigando en foros, poniéndose en contacto
con gente que había tenido experiencias en el mismísimo límite.
Todo
la encaminó hacia el mismo sitio.
No
se debe tomar a la ligera.
Ella
siempre procuraba no tomarse nada a la ligera, pero aquello mucho menos. Y se
aseguraba de advertirlo desde el mismo comienzo de las sesiones: no romper,
bajo ningún concepto, el círculo.
El
círculo debe permanecer siempre cerrado.
Pero
aquella noche no.
Como
siempre, tiene que haber algún imbécil siempre que quiere hacerse el alma del
grupo, el gracioso de la noche, y con ciertas cosas no se debe bromear.
Jamás.
Aquel
idiota había roto el círculo. Levantó las manos en alto y bromeó con una frase
manida y estúpida como “manos arriba,
esto es un atraco”, con esa grandísima sonrisa dibujada en los labios.
Imbécil…
De
inmediato se le demudó la expresión del rostro. Algo pasaba. Y aquel frío… sobrenatural,
impropio de la estación. Casi impío. Para ella era maldito. El ambiente se
cargó, viciándose el aire de manera repugnante en apenas un instante, como si
un gigante de aliento fétido estuviera a su lado, jadeando y dejando su
hediondo rastro en la estancia.
Entonces
sobrevino el grito.
Aquella
chica gritó y gritó, con el rostro desencajado de terror y los ojos tintados de
blanco, como si estuviera viendo un horror que nadie más pudiera contemplar y
que la impresión le hubiera arrebatado todo rastro de color de la piel. Ella no
había soltado las manos de sus compañeros, y las risas se tornaron en gritos de
horror ante la terrible visión del rostro de la chica, contraído y deformado
por la emoción que la embargaba.
¿Qué
era lo que la aterraba de aquella manera?
No
podía decirlo. No lo sabía. No lo veía, pero estaba allí. Podía sentirlo de una
manera casi tangible.
Allí
había algo.
Los
acontecimientos se precipitaron a una velocidad endiablada. Sí, aquel era el
término adecuado. Todo aquello era verdaderamente infernal.
Las
luces comenzaron a parpadear de manera intermitente. Primero despacio, pero
fueron ganando velocidad en su secuencia en apenas unos pocos segundos, hasta
que algunas de ellas estallaron en un manto de chispas que se apagaron muy
lentamente mientras eran engullidas por las sombras que se iban desarrollando
en la estancia.
Las
paredes crujieron, como si la estructura estuviera siendo apretada con una fuerza
descomunal, una mano monstruosa que estuviera midiendo la resistencia de los
tabiques.
No,
de las paredes no.
Estaba
midiendo sus propias almas, sopesándolas como mercancía en la lonja.
Al
punto, se sucedieron los susurros. Al principio las voces se escuchaban muy
lejanas, como si estuvieran en la otra punta del mundo, apenas un bisbiseo
difícilmente inteligible, al que no tardaron mucho en seguirle las risas
demoníacas y los llantos y los gritos más agudos que una mente humana cuerda
pudiera imaginar.
Pero
aquello no era humano.
No,
ni siquiera era vivo.
Desde
entonces había corrido. Desde entonces se habían sucedido los horrores. Los sucesos
inexplicables de los que nadie quería hablar en voz alta, pero a los que
buscaban una explicación lógica para poder entenderlos, para no tener miedo a
creer en lo que realmente había sucedido, para no tener que reconocer que tenían
que reconocer la existencia de lo imposible.
Ya
no eran supersticiones para engañar a los tontos y a los catetos. Aquello era
absolutamente real.
El
Horror tenía forma, y cuerpo, y olor, y tacto.
Y
voz. Lo peor era su voz.
Ya
no podía más. Aquella noche iba a terminarse todo. Se iba a dar la paz que
siempre quiso, la que le había sido arrebatada por la estúpida broma de un
idiota que no había tenido ni dos dedos de frente.
Con
mano firme, se alzó sobre el pretil del puente.
Al
fondo podía escuchar el chapoteo de la corriente contra los pilares del puente,
pero no podía ver el agua moverse. Sólo la negrura de la oscura noche.
Negra,
como boca de lobo.
Negra,
como la mismísima boca del infierno.
Un
rugido aterrador cruzó la noche. Alguna bestia de apariencia desconocida
acechaba en la oscuridad, pero nadie sabía dónde ni qué forma tenía.
El
viento le acarició los cabellos con mano helada y se filtró por entre sus
ropas, desliando un gélido dedo por su espina dorsal, despertando un escalofrío
dormido que la estremeció por completo.
Casi
le pareció escuchar una voz a sus espaldas, no más alta que un susurro, pero
tan imponente como un grito de guerra.
–¿De verdad vas a saltar?
Los invisibles e intangibles dedos
se curvaron sobre sus hombros en tanto que la ráfaga de viento aumentaba su
intensidad.
No necesitaba ayuda para hacer lo
que tenía que hacer.
Cerró los ojos.
Se dejó caer hacia adelante.
En el último instante, justo antes
de que las punteras de sus zapatos terminaran de despegarse de la oxidada
barandilla, sus pantorrillas se tensaron, dibujándose con fuerza los músculos
gemelos bajo la erizada piel, propulsándola a las tinieblas con más fuerza, en
un intento por escapar de la aterradora sensación que le producía el tacto de
aquellos dedos sobre su dermis, tratando de dejar atrás aquel horror que, a
causa de un estúpido juego, se había desencadenado y cernido sobre sus vidas
como un buitre sobre la carroña.
Se hundió en la oscuridad.
Sintió tanta paz…